El apartamento donde vivo, una parte baja de una casita de
dos pisos, no tiene lavadora, así que mi casera, que vive en el piso superior,
se ofreció desde el principio a hacerme las coladas en la suya. La verdad es
que me cuida como a una hija. Ayer subí a darle la ropa; la metimos en la
lavadora y, aprovechando que ya estaba cayendo el sol y que corría una brisa
fresca (poco corriente por estas fechas), me invitó a un cigarro en su terraza.
Así que allí nos sentamos y nos pusimos a charlar, con el valle que lleva a
Belén a nuestros pies, un paisaje natural, sereno, que inspiraría tranquilidad
de no ser por la carretera de colonos que parte los campos de olivos en dos y
el asentamiento israelí de Har Homa, que separa Belén de Jerusalén.
En el medio, la carretera de colonos. A la derecha, arriba,
el asentamiento israelí. A la izquierda, arriba, Belén
Mi casera es palestina cristiana. Trabaja como profesora de
niños en una escuela pública en Belén, está casada con un experto en
antigüedades y tiene un hijo de 26 años. Empezamos hablando del tiempo (muy
recurrente en todas las culturas), y al rato me pregunta si voy a estar aquí
durante las elecciones palestinas de octubre. Le contesto que no me creo que
vaya a haber elecciones, porque las llevan anunciando tres años y luego nunca
pasa nada. Ella no insiste; en vez de ello tuerce el gesto en señal de
resignación. “¿Qué más da? Los palestinos ya no interesamos a nadie, la gente
en el mundo está harta de oír hablar sobre nosotros.” Y lo cierto es que la euforia
derivada del discurso del presidente Mahmud Abbas en la Asamblea de Naciones
Unidas el pasado año, cuando pidió el estatus de estado para Palestina, duro
muy poco, y un año después los palestinos se dan cuenta de que no sirvió para
nada, como casi todo lo que emprenden, y que la comunidad internacional se ha
vuelto a olvidar de ellos.
“Un momento, voy dentro a apagar la tele que no está el
precio de la electricidad como para hacer excesos”. Cuando vuelve, me pregunta:
“¿Cuánto crees que pago al mes de electricidad?” Yo no tengo la menor idea
porque la electricidad va incluida en el precio de mi apartamento. Me contesta:
“Entre 500 y 600 shekeles al mes” -equivalente a entre 100 y 120 euros al mes-.
Y me explica:
“En Palestina, por la ocupación, no podemos generar nuestra
propia electricidad. Existe una compañía palestina pero compra la electricidad
a las compañías israelíes, lo cual es uno de los motivos por los que la
electricidad es tan cara. Pero la otra es que hay dos grupos de población que
no pagan la electricidad: los refugiados, que hasta cierto punto puede tener su
sentido, y los gobernantes y principales instituciones del país (lo que llaman “sulta”, que incluye gobernantes,
políticos, policía, etc...). El primer ministro Salam Fayyad, con su plan
económico, sube los impuestos de todo y además nos hace cargar con su banda de
ladrones. La Sulta gasta 120 millones
de shekels al mes (cerca de 24 millones de euros) en electricidad. ¿Y quién
paga ese dinero? La gente como yo, que no vive en palacios ni tiene coches
lujosos.”
La entiendo, y le digo que la corrupción está en todas
partes, que España puede ser un país europeo pero también está lleno de
ladrones con corbata y maletín que encuentran su propia manera europea de
robar. Y me contesta: “Sí, pero España es grande, y Palestina es pequeña. Todo
el mundo sabe todo de todos y la gran mayoría de la gente charla sobre estas
cosas en las calles.” “Y además”, añade acercándose y bajando el tono de voz,
“los palestinos no son tontos. Estamos mejor educados que en cualquier otro
país de Oriente Medio y todos entendemos perfectamente lo que pasa. Todo el
mundo tiene una idea clara quién nos está gobernando.”
La lavadora termina y vamos a por la ropa para tenderla.
Cuando entramos en casa, el aparato de aire acondicionado que se ha comprado
hace poco está encendido. “¿Cómo? ¡Pero si lo había apagado! ¡Ya es la segunda
vez esta semana que se me enciende solo!” Lo apaga a toda prisa y bromeamos:
“Habrá sido Salam Fayyad, que lo enciende a escondidas cuando no estás para que
gastes electricidad.”
Salimos de nuevo afuera y, mientras tendemos, le digo
cortésmente que ya llegará el día en que podrán gestionar sus propias cosas,
que la vida da muchas vueltas. Y me dice: “Mejor nos iría si nos fuésemos con
Jordania y Gaza se fuese con Egipto”. Yo, un poco sorprendida, pues no he escuchado muchas veces esta idea, le pregunto: “¿Y
qué pasa con Palestina?” Ella reflexiona un momento y luego dice: “Jordania
tomaría el control de Cisjordania y Egipto el de Gaza, pero todos seguiríamos
siendo palestinos. Es la única forma que se me ocurre a estas alturas de
quitarnos de encima de un plumazo a los israelíes y a nuestros gobernantes.” La verdad es que los palestinos acumulan ya mucha frustración, y al oír esto pienso en varios amigos míos que están buscando la forma de irse a trabajar a cualquier otro país como sea. No me extrañaría encontrarme más opiniones sorprendentes y hasta ahora poco corrientes, como esta.
Terminamos de tender y le suena el teléfono. Es su madre,
que avisa que viene de visita. Le dejo hablando con ella y me vuelvo a mi
apartamento. Desde la tele, el canal de la BBC anuncia la legalización de tres
nuevos asentamientos israelíes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario