El Ramadán ha terminado. Y ha sido intenso, porque esta vez
ha caído en el mes de agosto: los ayunos son más largos porque la luz diurna
dura más, y el calor hace más tortuoso el hecho de no poder beber nada. Y ni
siquiera se pueden apaciguar los nervios fumando un cigarro, hasta el
atardecer.
Los musulmanes acogen a sus familias, vecinos, amigos, para
cenar, o como los musulmanes dicen, “desayunar”; invitaciones que luego tienen
que ser devueltas. Incluso algunas familias cristianas invitan al “fetar” a
amigos musulmanes.
Aunque el Ramadan, como casi todo por estas tierras,
también tiene contradicciones. Quizá por los ánimos caldeados que provoca el no
poder comer durante el día, los crímenes y peleas se multiplican, así como el
precio de vegetales y carnes. Además, se compra y consume el triple de comida
que durante el resto del año.
N y S son dos madres de 35 y 36 años con tres y dos hijos
respectivamente, que trabajan en una oficina de contabilidad. La primera cumple
el Ramadán de manera personal, evitando las invitaciones para no tener que
devolverlas y continuando con su vida normal. La segunda, en cambio, se apunta
a todo. El martes pasado fue la Noche del Destino, que recuerda el momento en
que el Corán le comenzó a ser revelado a Mahoma. Los musulmanes se congregan en
la explanada de las mezquitas, en Jerusalén, y pasan la noche allí. S se
dispuso a salir de Ramala a Jerusalén con sus hijos, de seis y cuatro años.
Ella tiene un permiso para ir a Jerusalén debido a su trabajo, no así su marido
y sus hijos. Consiguió gestionar un permiso para su marido, pero al parecer su
hija de seis años era una amenaza para la seguridad y se lo denegaron. “Antes,
todos los menores de 16 años podían entrar en Jerusalén sin permisos, pero me
informaron de que ahora las normas han cambiado”, cuenta. Así pues, decidió ir
a Jerusalén con su hijo, y cuando por fin consiguió cruzar el abarrotado cruce
de Qalandia, que separa Ramala de Jerusalén, el soldado que lo custodia cerró
la puerta metálica de un portazo, golpeando en la espalda a su hijo. “Debía ser
una noche especial, pero en vez de eso mi hijo se pasó toda la noche llorando”.
Pocas horas más tarde, H, conductor de 45 años, trataba de
cruzar por el mismo paso hacia Jerusalén con sus dos hijos de 5 y 7 años. A
pesar de que vive normalmente en Ramala, posee el permiso de residencia permanente
en Jerusalén, por lo que ni él ni sus hijos necesitan permisos especiales para
entrar y salir, aunque igualmente deben cruzar el check point. “Justo cuando
llegábamos a la última puerta metálica, alguien que se cansó de esperar lanzó
una botella a un soldado, así que la puerta se cerró delante de nosotros y la
gente empezó a empujarnos contra ella. Mis hijos empezaron a llorar y yo le
chillé al soldado israelí: “Oye, soy de Jerusalén, déjame pasar, mis hijos se están
ahogando aquí”. La respuesta del soldado: “¿Te parece que me importa?”
Muchos otros han dejado de ayunar, aunque procuran no comer
delante del resto o directamente fingen que ayunan para que nadie les mire mal.
Las normas sociales son a veces más importantes que las religiosas. “Yo ya no
ayuno porque el Ramadán ya no es lo que era, ha perdido su significado”,
reconoce por lo menos O, retirado de 65 años que luchó con la OLP en Jordania
en los 60. “El sentido del Ramadán es acordarse de los pobres y empatizar con
ellos; cuando yo era joven dábamos al vecino aquello que le faltaba para
preparar su fetar: si yo tenía una huerta de lechugas y mi vecino no, yo le
daba mis lechugas, y él me daba otra cosa que yo no tuviera. Ahora se encargan
grandes comilonas a los restaurantes.” Yo le cuento que en Egipto los vecinos
preparaban una mesa en la calle y la llenaban de comida para que aquellos que
no tenían qué llevarse a la boca pudieran comer de ella. Pero no le convence: “¿Por
qué no invitar directamente al pobre a comer en casa con la familia? Eso es lo
que hacíamos nosotros hace mucho tiempo.” O es un nostálgico: “El ayuno lo
comenzaron a hacer las tribus anteriores a Mahoma; lo hacían durante una
semana, cada tribu en su propio momento del año. Pero Mahoma unió a los musulmanes
e hizo que todos cumplieran el Ramadan a la vez y durante un mes. Ya ha perdido
todo el significado.”
Los cristianos, por su parte, también se alegran de que el
Ramadan haya terminado. Ellos comen y beben normalmente, pero lo que pasa a su
alrededor les afecta. “Ya tenía ganas de que acabase. Siempre evitamos comer
delante de ellos y yo trabajo todo el día en una oficina llena de musulmanes”,
cuenta W. “A veces les pregunto si están ayunando, para comer o beber agua en
otro sitio, y me contestan medio enfadados que por supuesto, y luego cuando nos
quedamos solos algunos vienen y me piden un cigarro. Eso por no hablar de los
atascos y embotellamientos de los checkpoints que hay cada dos por tres cuando
los musulmanes se desplazan en masa de un sitio a otro para sus celebraciones.”
“Ya llegará la Navidad o la Semana Santa y les molestaréis vosotros a ellos”,
le respondo. “¡Eso si me dan un permiso para cruzar a Jerusalén!” me contesta
él.
Por de pronto, el Ramadan ha terminado y todo ha vuelto a
la normalidad, si es que al día a día palestino se le puede llamar así.